Sin título

No sabemos ni el día ni la hora, y es fácil imaginar que nunca viene bien. Estos días he atendido una familia que había perdido una compañera, una madre, una hermana y una hija. 45 años son muy pocos para enfermar repentinamente de esa manera tan irreversible, tan invasiva. Su compañero carga con todo lo que no ha dicho estos años, lo que no ha dado tiempo, anhela el futuro que ya no será. Su hijo, ni siquiera sabe aún que es huérfano, es demasiado pequeño como para arremeter de esa forma contra su inocencia. Sus hermanas funcionan como dos polos, dos contrastes de la misma losa. Una de ellas, la mayor, rompía a llantos desesperanzados sus recuerdos, la otra, la menor, se lamentaba con pena porque a veces la vida te trae dolor, aunque su gesto tranquilo revelaba que el llanto vendrá después, cuando se quede sola, sin tanta gente queriéndola saludar en el tanatorio. Sus padres miraban al vacío intentando no recordar lo que había ocurrido ayer, lo que había sido diagnosticado hace solo dos meses. Solo la confianza en que somos acompañados por Algo más grande que nosotros mismos puede sostenernos ante la idea de que aquellos a quienes queremos se quedaran solos alguna vez.