Felices y tranquilos
Estoy dando muchas vueltas a lo que ocurre socialmente, y hay algo que me viene llamando la atención bastante tiempo. Se trata de lo que Edgar Cabanas llama Happycracia. Hoy parece que estamos obligados a ser felices, hay incluso, una poderosa industria destinada a la felicidad, o por lo menos una determinada noción de felicidad que no corresponde con la mía. ¿No parece que la obligación de ser felices trata de ocultar los problemas sociales disfrazándolos de deficiencias psicológicas individuales que pueden ser solucionadas mediante literatura de autoayuda o un eficiente coaching? La necesidad de felicidad, la búsqueda de sentido, se ha convertido en culpabilidad si no somos felices. A ver, lo que quiero decir es que nuestros problemas ya no pueden achacarse a la sociedad. Mis problemas laborales, mi salud, mis fracasos, si mi vida es satisfactoria o no, con la Happycracia, ya no pueden ser causados por una sociedad imperfecta que, a pesar de hundirnos a impuestos, no consigue lo que promete, sino que todo lo que me hace no ser dichoso se ha de deber fundamentalmente a mí, a mi incapacidad de ser feliz, a mi gestión incorrecta de mi vida, mis emociones, a mi actitud. Matizo un poco más, la Happycracia consigue convencernos de que si no somos felices es por culpa nuestra, y no por culpa de que cada vez más vivimos en dictaduras encubiertas que nos prometen un estado de bienestar sin realmente conseguirlo. La felicidad es cosa nuestra, las circunstancias no importan. Yo no creo que sea así. No hace falta ser feliz, lo que hace falta es buscar la felicidad, y creo que el cristianismo tiene mucho que decir en este sentido. Hoy en día, llegamos al extremo de encontrarnos con personas que prefieren la felicidad de la ignorancia, la tranquilidad de la alienación, la paz del que rechaza una libertad que exige toma de decisiones, a conocer el mundo y sus desdichas, a ser dueños de su propia vida, con sus riesgos y sus alegrías, y a ser libre para recorrer un camino u otro con todas sus consecuencias. El asunto de las mascarillas, que no dudo de su utilidad en circunstancias determinadas, pero que dan que pensar cuando te encuentras a personas solas conduciendo su coche con mascarilla, o paseando sola por el campo con mascarilla, me sigue dando que pensar. Hace unos días volvía a casa tarde, ya de madrugada, solo por la calle, con mi mascarilla, y realmente me sentí ridículo, es curioso cómo aceptamos las normas sin cuestionar mínimamente su utilidad. Pensé que no hace falta ejercer ningún tipo de violencia para someter nuestras voluntades, solo hace falta inocular un poco de miedo, un por qué más o menos creíble, y la sensación de que haciendo eso se consigue la felicidad, o cuanto menos la tranquilidad. Tengo la impresión de que las mascarillas a todas horas y en toda circunstancia es un experimento para comprobar hasta que punto aceptamos que nos lo den todo hecho, unido a la televisión que nos dice qué debemos pensar y qué debemos sentir. Si no somos felices es por culpa nuestra, tenemos prohibido culpar a la sociedad que nos pone en bandeja todo lo que necesitamos a cargo, naturalmente de impuestos. No exagero, la libertad puede dar miedo, puede generar angustia, pero ser dueños de nuestra vida, incluso ser infelices, es lo natural, tomar decisiones nos hace humanos. A veces me parece que muchas felicidades esconden personas que han abandonado su libertad en un dime que tengo que hacer que lo haré sin cuestionarlo, y su espíritu crítico por dar un like, o no, en las redes sociales. De hecho, cada vez somos más manipulables, aceptamos cualquier cosa, sin pensar, sin espíritu crítico, tragamos con lo que sea mientras tengamos la sensación de felicidad.