Afirmar la vida.

¿Qué nos ha pasado? Me dice una amiga que se muere diferente en casa que en el hospital, que se muere más en casa. No digo que se muere más gente en casa, sino que el que se muere en casa, como que muere más en serio, muere más muerto. Quizá sea porque en el hospital morimos acompañados únicamente de ese pulsador con el que se llama a la enfermera, y en casa, normalmente, nos rodea la familia que hemos engendrado. Todos aquellos que hemos visto morir son aquellos que nos verán morir. Soy así, no me digan nada. Cuando nació mi primera hija la primera vez que toqué esos deditos chiquitines, esa manita blandita y eternamente suave de un bebé, pensé que esas manos cerrarían mi ataúd. Qué quieren, soy uno de esos locos que viven más intensamente gracias a tener siempre en la cabeza aquello de «memento mori». A veces intento pensar qué pasa en el momento de la muerte. Para alguien como yo, que tiene una dedicación pastoral en los tanatorios, ese tipo de preguntas le pasan por la cabeza. Hay una suerte de misterio en la pregunta sobre si el yo es aniquilado o no, sobre ese sueño, esa supervivencia adormecida -que decía algo que he leído y no recuerdo dónde-. El caso es que la muerte se vive de tapadillo, nos seguimos muriendo, sí, pero ya no es lo mismo. He visto velatorios donde los plañideros estaban más contentos que yo. Decían los estoicos que morir es decir hasta luego, que todos nos veremos allí, pero contar chistes en un velatorio... no sé yo. ¿En qué lugar de la biblioteca colocamos al ser humano incapaz de aprender modales, al que calza una zapatilla dos tallas más de la suya, al que asegura que no hay perfume mejor que la gasolina derramada en el garaje, que se ríe a gritos, y algo peor, que habla a gritos, y que cuando llega a un velatorio saluda como si entrara en un bar un sábado por la tarde a la hora de la partida? La muerte no es un fracaso que haya que ocultar bajo un fingido bueno humor. La sensación de pérdida frente al apego a lo material no es algo real, me temo que quien se muere, poco le importan ya su coche, su abono de Athletic, o quién más tiene firma de la cuenta del banco. Esa sensación de fracaso es cosa de los vivos, y del éxito de lo terrenal, del crecimiento económico que nos hace pensar que cuando estemos muertos -horror- ya no volveremos a beber una «Cruzcampo», ya no tendremos móvil con el que consultar el Facebook, ni sabremos qué pasará en la tercera parte de Frozen. Si pensar en la propia muerte, como dicen los estoicos, es la mejor forma procurar una vida mejor; es decir, si afirmar la muerte, es entonces afirmar la vida, negar la muerte -como se hace hoy día- es negar la vida.