A vueltas con el amor
Existen paisajes comunes del alma que tienen que ver con lo espiritual, no tanto con el mero vaciarse de ruido de fondo, como con el diálogo con Aquel que sostiene el Universo, con la Zarza Ardiente, en definitiva, con el Dios que nos hace temblar. Raimon Panikkar escribía en su diario el 18 de agosto de 1970, más bien se preguntaba, ¿Con quién dialogo en realidad? Quizá se refería a la oración, quizá se refería a la frustración que dice tener de no haber encontrado hasta ese momento, ningún amigo ni ningún amor plenamente humano. Dios, dice Raimon, es el único compañero posible. ¿Es eso cierto? ¿Es Dios el único al que amamos? ¿Qué debemos pensar los que nos enamoramos, los que amamos a nuestros hijos? Es cierto que tener hijos es una especie de experiencia mística. Se tiene la sensación de ser testigo de algo a lo que no se tiene alcance, a juegos de lenguaje no verbal en los que no se puede entrar, de claves entre madre e hijo en las que el padre se queda como testigo. Allí hay algo que, efectivamente, tiene que ver con la experiencia del amor, y que siguiendo la lógica del evangelista Juan, sería experiencia de Dios. ¿Amando a quienes amo de verdad, amo a Dios? Quizá Dios, presente en lo eterno, siendo más profundo en cada uno que uno mismo, sea lo único que amamos cuando amamos profundamente a alguien. Algo de divino y creador tendrá el amor cuando en 1867 Tolstoi, el escritor que trajo la Guerra y la Paz a nuestras bibliotecas, se califica a sí mismo como un loco cuando se da cuenta de que está enamorado de Sofía, con quien se casará poco después. Tanto amor siente por Sofía que establece entre los dos la máxima distancia, la eterna lejanía, solo comparable al abismo que nos separa del Dios apofático. Sofía es encantadora en todos los aspectos, pero Tolstoi se repugna. Ella es un ángel, él un demonio, y sin embargo la ama, y el amor le hace hermoso. El amor crea hermosuras, acorta distancias, convierte sufrimientos en felicidad. Fijémonos que felicidad solo hay una, pero sufrimientos está en plural, hay muchos. Tanto amor tiene Tolstoi a Sofía que por primera vez el joven veterano de las guerras del Cáucaso tiene miedo a morir. ¿Es en este caso Dios el único al que se puede amar? ¿Es quizá la amada una suerte de epifanía? Quizá sí, o quizá todo esto no tenga ningún sentido.